jueves, 19 de noviembre de 2020

Latigazo

Una no se olvida nunca del abrazo tortuoso que da el primer corpiño. Y una madre, o una tía, o una prima que sufrió en primera persona el corte del elástico barato y la punzada certera de la luna de metal en la teta, no te advierte que esa camisa de fuerza adornada en puntilla, en encaje, en diseños de flores, te mutilará la niñez con el primer uso. Y lo peor es que a pesar de haberles descrito recién lo que por sus características se definiría como un push-up, un corpiño que de cierto modo te hace saltar unos cuántos escalones más de la inestable adolescencia a la madurez, y te llega a dar un aire de Lolita fatal al levantarte y arrumarte las tetas debajo de las remeras blancas y finas que se usan en las clases de gimnasia, esta no fue mi historia en particular, aunque así lo haya soñado. Ante la vista de mis pechos incipientes en las soleritas de verano, mi madre apareció un día en la puerta de mi habitación con un paquete transparente en la mano, donde había tres prendas bien dobladas que en un principio parecían bombachas. “Tomá, niña, que ya es hora”, me dijo y tiró sobre la cama la bolsa que crujía al tacto. Cuando despegué el plástico y saqué aquellos retazos de tela, llenos de frutas de todos los colores, intenté disimular mi felicidad. Eran mis primeros corpiños. De estilo deportivo, con unas delicadas puntillas en los ruedos y un elástico en la parte inferior con brillos dorados. Esperé a que mi mamá saliera de la habitación y salté frente al espejo. Me saqué la remera con apremio y metí los brazos por ese cóctel de colores que prometía darme un estatus de mujer en la escuela. La verdad era que todas ya usaban corpiños en mi clase, y yo era una de las pocas que acudía al aula con unos puntitos delatores que se asomaban por el guardapolvo y me llenaban de vergüenza. Ponía los cuadernos sobre mi pecho durante el camino a la escuela, me cruzaba de brazos en mi banco, esperaba a que todos los chicos del curso salieran al patio en el recreo, y cuando yo al fin salía del aula, no saltaba al elástico con mis compañeras por obvias cuestiones de gravedad. Pero ahora era mi momento. El algodón del corpiño acariciaba mi piel, enmarcaba mi torso, y verme casi desnuda frente al espejo era menos impactante y hasta más excitante que verme las tetas peladas. Ahora yo también escondía algo ante los demás, algo que me enorgullecía solo cuando estaba contenido en las telas que sugerían rellenarse con el paso del tiempo. Un corpiño era una promesa. Y al día siguiente, después del desayuno, me calcé el top de frutas, me puse la remera blanca de gimnasia, me envolví en el guardapolvo y salí corriendo con la mochila al hombro. Esto sería un anuncio importante. Cuando todos vieran que mis pechos estaban sostenidos debajo de mi remera, que ahora en vez de verse como dos picos temblorosos se lucían redondos y firmes, ya nadie me inventaría apodos, ni me insultaría o haría chistes infantiles sobre mi cuerpo. Algo sustancial estaba ocurriendo en mí, tanto más relevante que la menstruación, que pasó sin pena ni gloria, y que siempre amenazó con manchar la popularidad de una ante tanto blanco escolar. Algo más sutil pero contundente. La evidencia de que a parte de ser la narigona del curso, ahora era una narigona con tetas. Y con tetas bajo control, lo que demostraba que ahora me aferraba a las riendas de mi vida. Esperé ansiosa ese momento en que me sacaría el guardapolvo. Les revelaría a todos que yo era parte de algo muy grande que aún no podía entender, pero que lo sentía en mí, y no había nada más sublime que eso. Esperé con paciencia a que todos los chicos salgan a la canchita de volley donde jugábamos mixtos, un poco por la costumbre de esconderme de ellos y otro poco por hacer una gran entrada. Cuando me acerqué a la cancha con la entereza que me fue otorgada esa mañana, todos se detuvieron a mirarme. Al principio me hice la desentendida, no quería avergonzarlos con la soberbia de saberme ya madura. Pero el ambiente cambió en el instante en que Lucas se acercó al oído de Maxi para esconder palabras en un susurro. Todos los chicos empezaron a mirarme, cada vez con más obviedad, y largaron risotadas al aire en espasmos. Al principio intentaron disimular, pero tras el valor ciego que despierta una manada, las risas escalaron a carcajadas, hasta que todos se envalentonaron y terminaron apuntándome, uno por uno, sin decir nada, solo mostrándome sus dientes y sus lenguas degeneradas. “Amiga, se te trasluce todo el corpiño”, me dijo Nati cuando se acercó apurada, en un intento de cubrirme ante el desastre. Fui corriendo al baño. En el espejo descascarado, pude ver las frutas reflejándose debajo de la remera. Mis tetas seguían en punta. La tela era tan delgada que no me sostenía nada. El elástico fino donde se tensaba mi inseguridad dio el latigazo preciso que cortó la mañana.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Julio

 Julio, tu kiosco estaba debajo del edificio donde yo vivía. Julio, es por vos que siempre elegí vivir en edificios donde haya un kiosco abajo. Fuiste vos, Julio, mientras sorbías el tereré infusionado con hojas de mango, quien me llamó por mi nombre cuando pasé corriendo por la vereda, cuando escapaba de esos pendejos que querían explotar las bombuchas manzanita contra mi cuerpo. Me viste venir y gritaste Lore, y abriste la puerta de vidrio para que entrara al kiosco. Los mitaíses me miraban de afuera enfurecidos, con las manzanitas en las manos, porque el carnaval era de la calle y los interiores estaban vedados. Mi cuerpo temblaba porque podía sentirlas todavía contra la piel, donde la sangre implosionaba para mancharme con ciruelitas las piernas, unas circunferencias perfectas que llevaría marcadas durante todo el carnaval, algo inaceptable para bailar en la comparsa. ¿Porque qué mujer puede bailar sonriendo con la piel amoratada? Lore, me dijiste, entrá rápido y te dije Gracias. Tomate un tere, sonreíste y me pasaste la guampa fría que cortó el calor en mi garganta. Tu kiosco era un anaquel con golosinas, una repisa con cajas de puchos, un estante de hierro con papas fritas y dos heladeras con gaseosas. En el medio, acomodabas dos sillas donde te sentabas a ver derretirse la siesta a través de los ventanales, con el tereré en mano y la radio sintonizada al rock. Qué sabía yo, con mis 12 años, que eso hablaba de cómo te enfrentabas a la vida. Me hiciste una seña para que me sentara en la silla. Se me pegaban las piernas sudadas al plástico que la recubría. No se van a rendir estos pibes, decías, mientras apuntabas a la vereda del frente, donde el grupete esperaba a que saliera para acribillarme a bombazos. Estábamos ahí sentados, en medio del kiosco vidriado que antes fue una oficina, estrecha y aburrida, ahora pintada con los colores de los envoltorios de golosinas. La luz atravesaba el vidrio caliente y sentí la lupa de Dios sobre mi cara. Dicen que el cuerpo siempre reacciona antes que la mente, por eso la entrepierna me sudaba, por eso Dios sabía lo que me estaba pasando. Estábamos los dos detrás de las vidrieras del mundo, de esas que los perros bendicen con sus meadas en las esquinas. Cuando te pasé de vuelta el tere, Julio, pude ver tus ojos, un contorno verdoso que se fundía en ámbar y concluía en un anillo rojo que bordeaba tus pupilas. Uh, qué buen tema, dijiste y te paraste a subirle el volumen a Pescado Rabioso. Tu cabello largo y negruzco tenía más volumen que tu cuerpo. Te miraba en el reflejo del ventanal moverte con pereza hasta la radio. Luego te vi meter la mano en los caramelos y elegir uno de cada color. Me los ofreciste antes de volver a pegar tu cuerpo a la silla. Eras también un niño y yo era muy pequeña para saberlo. Ahí dentro, la frescura del aire acondicionado me hacía sentir que todo era blanco en ese cubículo vidriado. Éramos las figuras coleccionables de aquel Dios que sabía lo que me estaba pasando, que me estaba enamorando. Me estaba enamorando de un chico que atendía el kiosco del padre, y que tenía unos 20 años. Me estaba enamorando de la puerta que me abrió ese chico para ayudarme a escapar de los golpes del carnaval, el carnaval que tan feliz me hacía, que me invitaba a bailar, pero que no paraba de marcarme algo más que el compás en el cuerpo. El rock se sentía bien, y vos, Julio, cantabas esta parte con los ojos cerrados.

No creas que ya no hay más tinieblas.

Tan solo debes comprenderla.

Es como la luz en primavera.


Julio, me explicabas las intenciones del Flaco en el uso del piano y el llanto, sin percatarte de que era una pendeja de 12 años. Me hablabas como a un par, y yo no podía hacer nada más que saborear el azúcar del caramelo en mi boca y asentir, porque habías creado un refugio para mí y en tu humildad no te diste cuenta. Mientras me explicabas la canción, fui cerrando los ojos y pensando en todas las cosas que tenía para contarte. Cuando desperté dije, Julio, dame un atado de puchos, que ahora me toca contar mi historia. Y una voz se proyectó desde aquella estrecha ventana enrejada para decir, por enésima vez, no me llamo Julio, querida. Y yo dije, sí, lo sé. Sé que no se llama Julio. Sé también que tengo 31 años, que no es carnaval, que estos moretones en mi cuerpo no son de bombuchas y que ya no bailo en la comparsa. ¿Porque qué mujer puede bailar sonriendo con la piel amoratada? Mis manos atravesaron las rejas para soltar el billete y agarrar el atado. Desde arriba, Dios miraba cómo me metía en aquella celda. Julio, ¿dónde estás? Por favor, abrí la puerta.


jueves, 25 de junio de 2020

Puchos


No nos hablábamos desde que salimos de casa. Las cinco cuadras que atravesamos para ir hasta el supermercado estaban bañadas en la pelusa blanca que caía de los palos borrachos. Una cuadra antes de llegar, ella se detuvo ante una casa desocupada y se sentó en el escalón de entrada, entre papeles, hojas secas y vidrios rotos.
 —Dame un pucho.
Me dijo, y antes de meter la mano el bolso, me senté a su lado en silencio. Saqué la caja de cigarrillos y me encargué de prenderle uno. Sabía que dejarla hacer eso, con aquel viento sucio que nos hacía lagrimear, iba a llevarla al límite de la frustración. Le pasé el pucho encendido y me prendí otro. El humo se esfumaba rápido, nos atravesaba las cabezas.
—No podemos seguir así, sin hablarnos. Mañana te vas y quién sabe cuándo voy a verte de nuevo.
Me decía, mientras con la mano me sacaba una pelusa que se había enredado en mi cabello.
—Estás contenta, ¿no? ¿Esto era lo que querías, irte lejos de toda esta mierda?
Con la pelusa, se llevó unos tres cabellos más entre sus dedos, el ADN que me reclamaba. Los cabellos se retorcían como lombrices en sus manos por los azotes de las ráfagas, como aquellas lombrices lánguidas que sacaba los fines de semana de su jardín.
—Mamá, no empieces.
Le dije, mientras me rascaba el cuero cabelludo justo ahí, de donde había tironeado la pelusa.
—Tantos años de limpiarte el culo me dan derecho a decirte lo que pienso, ¿no?
Empecé a juntar los pedazos de vidrio que estaban sobre el escalón. Intentaba rearmarlos, como a un rompecabezas. Mi mamá fumaba conmigo, de espaldas a esa casa vacía. Si forzábamos la puerta y nos metíamos ahí, y solo nos preocupábamos por fumar sin descanso, sin decirnos nunca nada, tal vez no tendría que irme de casa mañana. Esto era una ecuación simple. O nos mataba el pucho, o nos matábamos entre nosotras.
—Está bien que te vayas. Ya era hora. Pero entendé que no me hacés fáciles las cosas yéndote justo en este momento.
Giré la cabeza para observarla bien mientras me decía esto. Sabía con exactitud lo que haría después. Miraría a un punto fijo en el horizonte, que en este caso no sería más que el kiosko de enfrente, absorbería el filtro con una calma imposible en ella, para teñir el gesto de profundidad y reflexión, y se quedaría callada, porque en el silencio ella siempre encontraba aprobación.
—Mamá, no existe el momento correcto. No es el momento correcto para que me vaya. No es el momento correcto para que al tío le haya agarrado cáncer. No es el momento correcto para que dejes de fumar.
—Uno más, que ya no aguanto.
Dijo y frunció la cara, y se largó a llorar.
Al otro lado de la calle, el kioskero salió a baldear la vereda. El polvo se levantaba con fuerza entre nosotras, desde los planteros secos de aquella casa desocupada en donde estábamos atormentándonos. Mamá lloraba con la frente en alto, para que pudiera verla bien, para que todos los que por ahí pasaban pudieran escudriñar su dolor. Esto era todo lo que ella quería hacer, clavarme la culpa en el pecho, la culpa que había aprendido a usar en contra de todos los que la rodeaban. Así había aprendido a mantener a las personas a su lado, a los pocos que se habían quedado pegados en la telaraña de su neurosis. Me levanté y crucé la vereda. Le pedí al kioskero que me prestara el balde lleno de agua por un momento. Volví a la casa vacía y regué los planteros. Crucé dos veces más, llené dos veces más el balde, y regué las baldosas hasta aplastar todo el polvo que se levantaba y se nos metía en los ojos. Los colores empezaban a oscurecer alrededor nuestro. El agua se escurría hacia la acequia. Esta era la última vez, en toda mi vida, que hacía algo por ella.

domingo, 5 de agosto de 2018

Que estalle

Hacía años que ya había caído una bomba allí. Hacía meses que las cosas estaban muy tensas. Hacía días que le había llegado la menarca a Mayumi, mucho más tarde que a sus demás amigas.
Mayumi estaba caminando hacia la farmacia para comprar su primer paquete de toallitas femeninas. Había repasado unas cuantas veces en su mente la agilidad con la que agarraría el paquete, así era menos evidente ante cualquiera que estuviese caminando por esa góndola que ella ya se había convertido en mujer, que era fértil, que de algún modo, esa mancha en su ropa interior de adolescente le daba una funcionalidad que ella no deseaba.
Con un suspiro, abrió la puerta de la farmacia. Se había tomado un autobús a un barrio que desconocía, porque no quería que todos sus vecinos se enterasen de su nueva condición. Además, el farmacéutico del barrio no tenía fama ni de prudente, ni de reservado.
Le pareció extraño entrar a una nueva farmacia. Por un momento, se distrajo con la disposición de los productos, con los carteles, con las ofertas. No tardó en encontrar la góndola de las toallitas. No sabía cuál elegir, así que escogió las de envoltorio más modesto.
Al acercarse a la caja, su corazón se aceleró, y casi se arrepiente de ir hasta allí, pero sabía que era mejor enfrentar esta situación con la complicidad de un total desconocido. Esperó a que el señor que estaba terminando de hacer su compra despejara el área de la caja. Cuando este se hubo retirado, avanzó con la cabeza a gachas, observando cómo sus mocasines aparecían y desaparecían por debajo de la pollera escolar. No pudo mirar a la cajera, solo consiguió alzar la vista hasta el mostrador, y fue allí donde clavó la mirada que apoyó el paquete. La cajera detectó su nerviosismo y le dijo: "No hay nada de qué avergonzarse, es lo más hermoso que te pudo haber pasado". En ese momento, una electricidad recorrió su vientre y la hizo retorcerse y agachar más la cabeza. Al terminar de pagar, puso el producto en la mochila y salió de allí sin saludar.
Salió hacia aquel barrio desconocido y caminó unas cuadras, incómoda, a pasos cortos, con la intención de no moverse con mucha brusquedad, no ser que aquello nuevo que llevaba entre sus piernas se desacomode y pueda manchar sus ropas. Nunca le había prestado tanta atención a los movimientos y roces que allí se producían. No concebía la idea de acostumbrarse a sangrar mujer una vez al mes. Sentía la entrepierna húmeda e hinchada.
Fue hasta la parada del autobús y esperó. Resolvió que al ser primeriza, evitaría sentarse hasta dominar por completo esta condición. Se agarraba la pollera más de lo común. Sentía que los perros podían olfatearla. Tenía una extrema consciencia de lo que sucedía a su alrededor.
Cuando vio el autobús acercarse a lo lejos, recibió un mensaje en su celular. Deslizó los dedos por la pantalla y notó antes que nada que se trataba de un número desconocido y corto. Tuvo que leerlo dos veces:

ALERTA DE EMERGENCIA
AMENAZA DE MISIL BALÍSTICO CON DIRECCIÓN A JAPÓN.
BUSQUE REFUGIO DE INMEDIATO.
ESTO NO ES UN SIMULACRO.

El autobús frenó en la parada con un chirrido. Los pasajeros que fueron bajando murmuraban y miraban a sus compañeros de viaje. Por un momento se quedaron todos en la parada, sin saber a dónde ir, hasta que una mujer salió disparando hacia quién sabe dónde y envió una señal a los demás de que estaba bien correr, de que había que moverse hacia algún lugar.
Mayumi quedó paralizada por un momento y volvió de su confusión cuando quedó sola en la parada y el autobús aceleró hacia una ruta desconocida. Miró a su alrededor y vio que algunos salían de los locales, de sus casas, buscando respuestas en el aire. Pareciera que la inminente llegada de un misil había desatado ya una actitud de muerte en vida.
Algunos, los más prácticos, se sumergieron en las paradas subterráneas del metro. Otros permanecieron en sus casas y se acomodaron debajo de mesas firmes y umbrales, acostumbrados a emergencias sísmicas. Algunos tenían sótano, así que allí fueron. Las redes no tardaron en colapsar, y con esto, todos interpretaron que el apocalipsis ya había llegado.
Mayumi estaba lejos de su casa y no había alcanzado a subir al autobús, aunque a estas alturas estaba convencida de que el vehículo ya había retomado un destino distinto. Decidió ir hacia su derecha, hacia donde se dirigía la mayor cantidad de gente que quedaba en las calles. Llegó a un parque, donde vio a una chica con uniforme colegial que caminaba con determinación. Decidió seguirla, ya que esta chica parecía saber lo que estaba haciendo. Mayumi la siguió con cautela. Tal vez la chica sabía de algún lugar donde ocultarse, tal vez conocía a alguien que vivía por allí y tenía tal o cual lugar que serviría de refugio, tal vez tenía un plan.
En un punto, Mayumi perdió total cautela y aceleró el paso hasta acercarse cada vez más a aquella desconocida y no perderla de vista. De repente, la chica se detuvo. A simple vista, pareció que se detuvo ante una barrera invisible que le impedía avanzar. Mayumi no lograba entender qué pasaba y el tiempo seguía corriendo, se aproximaba un misil. Luego, la chica se agachó hacia la alcantarilla que estaba ante sus pies, adornada con una flor de cerezo, y levantó la tapa para después adentrarse en la oscuridad subterránea. Mayumi decidió enfrentarla antes de que desaparezca en el vacío.
¡Hola! Perdón, ¿puedo ir con vos?
La chica la miró con el desgano propio de un fin de semana. Nada parecía exaltarla.
OK, bajá.
Mayumi nunca había bajado por las alcantarillas. Pensaba que estas cosas se hacían solo en las películas.
Un hedor putrefacto y una humedad gangosa reptaron por sus sentidos cuando bajó por la escalera oxidada y pegajosa. A diferencia de lo que Mayumi esperaba encontrar, que era un gran túnel de distancias inconmensurables, con una luz de fondo que proyectaría su perfil contra la pared y ensancharía su figura, este era solo un lugar estrecho, con mucha agua estancada, un foco de reducida potencia y unos cajones de verduras apoyados contra la pared que la chica usó de asiento. Ya acomodada en los cajones, la chica se dirigió a Mayumi.
Sentate. A estos cajones los traje yo.
Gracias.
Soy Yuriko, ¿vos?
Mayumi.
Las dos se miraron los pies por un momento. Mayumi sintió la necesidad de hablar.
¿Qué hacemos ahora?
Esperar , respondió Yuriko.
¿Esperar? Pero un misil...
¿Y qué sugerís hacer vos?
Perdón...
No... Perdonáme vos.
Yuriko se paró, para ir a ningún lado. Sumergió la punta de sus zapatos en el agua podrida.
Mayumi se sintió más sociable de lo normal y preguntó.
¿Vivís por acá cerca?
Sí, a cinco cuadras de acá. Nunca te vi en el barrio. ¿Vos vivís por acá?
No. Estaba de pasada...
Ah...
Pasaron unos minutos sin decir nada. Mayumi analizaba las paredes manchadas mientras intentaba dilucidar cómo es que Yuriko conocía ese lugar, cómo fue que se animó a bajar hasta allí y hasta acomodar unos cajones para sentarse. Para romper el hielo, preguntó:
¿Cuánto tiempo pensás que nos queda?
¿Y qué te hace creer que yo puedo responder a eso?
Mayumi calló y se sintió estúpida por pensar que podían hacerse preguntas de ese estilo en esas situaciones. Después de una pausa, Yuriko dijo:
Perdón, no es con vos. Es que esto no tiene sentido. Un misil. Un misil que se está por estrellar acá.
Mayumi no se animaba a hablar. Yuriko intentó retomar la charla:
¿Cómo pensás vos que será? Yo nunca vi ni sentí una explosión más que un fuego artificial.
Mayumi pensó por un momento. Acababan de informar que un misil se estrellaría en su país. Pero no podía pensar en nada más que en su menstruación. Sentía la entrepierna tibia. Respondió:
Tal vez se sienta como una tormenta, de esas tropicales que se anuncian con un trueno. Como esas que llegan cuando en el cielo aun no hay ninguna nube. Pero suena un estruendo y de repente todo es gris. De repente sí podemos verla, cuando antes ni siquiera nos habíamos dado cuenta.
Yuriko la miró de reojo. Por un instante, Mayumi pareció estar triste.
Esta vez, Yuriko sintió que era su turno de hablar.
No siento que hoy sea nuestro momento de desaparecer. Puedo sentir el miedo en el aire, pero nada más. Nada más me dice que el final llega hoy.
¿Y por qué viniste a esconderte acá entonces?
Siempre vengo acá. Bah, hace un año que vengo.
—¿Puedo preguntar por qué?
Se escucharon algunos gritos que provenían de afuera. Los pasos de los que pasaban por sobre la alcantarilla resonaban en un eco sordo dentro de ese refugio. Parecía que algunos estaban corriendo. Cuando se hizo el silencio, Yuriko habló:
Antes me sentaba a leer acá en el parque, a imaginar cosas, a armar mis propias historias. Pero un día sentí que ya no podía ver más allá de este espacio. Todo lo que imaginaba tomaba la forma de este parque. Los personajes de mis lecturas tenían la figura y el andar de los que pasan por aquí todos los días. La música de mis historias era el soplido del viento en ese rincón donde me sentaba, que combinado con el canto de los pájaros funcionaba como una especie de anuncio publicitario, de esos cortos y pegadizos que uno nunca se puede sacar de la cabeza. Me enfurecía esta idea de no poder salirme de lo que está ante mí, de no poder despegarme de lo que me rodea. No sé qué pasó, pero hubo una simbiosis con este espacio que nunca pude quebrar. Antes era mi lugar, ahora ya no podía salir de allí. Algo así me pasó también con mi habitación, con el patio de mi casa, con los escalones en la entrada de una casa abandonada, con el mural pintado en la esquina de mi colegio. Pero un día vi esta alcantarilla y la abrí. Bajé a ver qué había y me quedé. Otro día bajé los cajones y me acosté a dormir la siesta. Creo que este es el lugar. Nadie viene aquí, solo se escuchan unos goteos irregulares que sin querer me van marcando el tiempo en este túnel. Las paredes están desnudas; manchadas, pero desnudas. El agua estancada hace que este espacio parezca más infinito aún. Acá creo que puedo imaginar ese mundo que hace tanto siento que está dentro de mí pero no lo puedo sacar. Un mundo que existe en algo que no es un planeta como lo conocemos. Estoy cansada de estas formas. De las formas como las conocemos. No me interesa nada de lo que hay allí afuera. Y no tiene sentido hablarlo porque nada cambia. Pero hoy no tiene sentido ocultarlo porque, al parecer, todo está por acabar. Y este va a ser al fin EL lugar, o al menos será el último.
Mayumi se quedó pensando por un momento. Luego habló:
Creo que te entiendo. Eso de intentar escapar a lo ineludible. Hoy me vino, por primera vez. Y no me interesa ser fértil, "convertirme en mujer", como todos dicen. Pero no puedo escapar de esto. Estoy sangrando y tengo que taparlo, retenerlo y ocultarlo, con una toallita que me deja la bombacha pegajosa. Siento cómo palpita mi entrepierna. Algo me apuñala el vientre, una hoja filosa que no sé de dónde viene y ni dónde intentará entrar después. Una hoja metálica empuñada por alguien, por algo. Siento cómo mis entrañas gritan, pero no puedo detenerlo. Siento cómo todo tiembla dentro de mí, porque ya vendrá otro ataque y seguiré sangrando colores tierra; en tonos negruzcos, marrones y rojizos. Y esto me causa rareza porque mi madre me dijo que entierre esta sangre en la tierra, como nuestros antepasados; que esto me hará más sabia. Pero ya ni siquiera sé qué vino primero, si la sangre o la tierra. Está ahí, yo lo sé. Viene a apuñalarme. Y aunque haya venido acá con vos y piense que me puedo refugiar, de mi condición natural o de un misil, me estoy mintiendo. Nada puedo hacer.
Yuriko retoma:
Tal vez este misil nos está haciendo un favor. Hay alguien que está dispuesto a destruir lo que no le interesa, lo que no quiere. Hay alguien a quien le falta ese filtro y nos está haciendo un favor.
Los celulares de las dos empezaron a sonar y vibrar en sus mochilas. Las dos permanecieron quietas.
Parece que volvió la señal , dijo Mayumi, y después de una pausa continuó:
A veces, cuando estoy acostada en mi cama, siento cómo en la oscuridad y el silencio se mueven todas las células dentro de mí. Me hace quedar paralizada y sé que no es ese sueño recurrente de querer gritar y moverse y no poder hacer nada. Esto no es un sueño. Me quedo petrificada al ver cómo muto, cómo crecen mis extremidades, cómo sangro. Mi mamá me dice que son delirios de adolescente. Las hormonas. Que todo va a pasar. Pero es que es justo eso lo que no quiero, que pase.
Desde arriba llegaban voces. Se escuchaba a gente hablar.
Sigue Yuriko:
Igual todo va a estallar, y ya sabemos cómo terminará esto después de que caiga la bomba. Me pregunto si este lugar será como todos los demás lugares que han sido destruidos. Porque a simple vista, toda destrucción pareciera ser igual. Vemos ciudades destrozadas todos los días. Y si los noticieros no especificaran qué lugares son, podrían ser cualquier lugar. Un edificio caído es eso y nada más. Un cuerpo muerto es un cuerpo muerto, nada más. Me gusta la idea de que este lugar sea eso, algo que pueda ser algo más y nada más.
¿Entonces te gustaría que todo y todos desaparezcan? , preguntó Mayumi.
No todo ni todos, pero me gusta jugar con la idea de destrucción. Ya sea una destrucción repentina o paulatina.
¿A qué te referís?
El otro día fuimos con una amiga a visitar a su abuela. Ya está bastante vieja y ciega. Cuando entramos a la casa empezó a hablar. Apenas entramos a su habitación, nos pidió que cerráramos rápido la puerta. Que estaba entrando humo y que no podía respirar. Pero nada se estaba quemando, no había humo. Mi amiga me explicó que hace poco perdió la vista y tiene un síndrome que lleva el nombre de un señor francés. Que las neuronas a veces sufren un cortocircuito y sus ojos ven imágenes fantasmas, cosas que no están allí o cosas que tal vez le pasaron alguna vez. Nunca supe que eso podía pasar cuando uno se queda ciego por vejez. Nos sentamos al lado de ella y le pedimos que nos describa el color del humo, el olor, si podía vernos o si el humo nos cubría, si sabía qué se estaba incendiando y qué sentía en el cuerpo, si sentía el calor. Nos pasamos toda la tarde describiendo esa nebulosa que nos cubría y creo que hasta en un punto la pude ver. Soñé con que me ocurriera lo mismo cuando vieja. Que ese cortocircuito en mi mente discrimine ciertos recuerdos y reviva otros en mi presente. Que pueda ver las cosas que no puedo ver ahora o que no vi con claridad antes. Me gusta la idea de que esto pase después de toda una vida. Que la destrucción nos ayude a ver más a fondo.
Las voces seguían llegando del parque. Parecía haber un tumulto de gente exclamando algo que no llegaba a ellas. Las dos seguían plantadas en su refugio.
¿Y vos? ¿Qué o quién querés que desaparezca? , le preguntó Yuriko a Mayumi, con la voz quebrada.
Ahora que me hablaste de humo, pienso en que hay un lugar que querría que desaparezca. Desde que tengo memoria, siempre vamos a un pueblo a las afueras de la ciudad, donde hay unas termas. El hotel en el que siempre nos hospedamos es muy pequeño. Como siempre vamos en invierno, todos los árboles que lo rodean están secos, las puertas crujen, la calefacción ruge por la noche, las personas roncan y todos estos sonidos traspasan las pantallas de papel que dividen las habitaciones. Siempre se levanta viento a la noche, porque estamos en altura, y las ramas nunca dejan de golpear las ventanas. El hotel está tan apartado de todo que se escucha cada cosa que se mueve alrededor. Nunca puedo dormir allí. El cielo de invierno es tan oscuro que parece comprimirnos. Como las termas están al lado del hotel, siempre se puede ver el vapor flotando afuera, que a veces se transforma en una niebla espesa. Mis padres dicen descansar como nunca en este lugar, pero yo sentía que me ahogaba. A veces intentaba distraerme con las formas del vapor, pero un día, allí lo vi. El vapor de las termas pareció delimitar las formas de un ente que se levantó y se escurrió por las hendiduras de las ventanas. Traspasó las cortinas y sopló sobre mí. De inmediato rompí en llanto. Toda la noche no pude parar de llorar. Mis padres pensaron que eso solo fue un mal sueño, y me siguieron llevando allí cada invierno. Todas las noches fueron una tortura. Quiero que vuele por los aires ese lugar.
¿Y qué crees que era eso?
Una vez leí un libro sobre una geisha. Ella trabajaba en un hotel, que también quedaba al lado de unas termas. Un invierno hubo un incendio en ese hotel, y una chica que trabajaba allí, amiga de la geisha, quedó atrapada en las llamas. La geisha vio el incendio a lo lejos y fue corriendo a ver lo que ocurría. Apenas llegó, un cuerpo cayó desplomado ante ella desde uno de los balcones que daban a la entrada principal. Se acercó y era su amiga. Creo que el libro trataba sobre una historia de amor, o celos, no sé. Había otro personaje principal, pero no lo recuerdo. Solo me acuerdo de esta escena al final del libro. A veces siento que fue esto lo que me pasó, que una mujer cayó desplomada e incinerada sobre mí. En ese hotel. En esas termas. Y el peso de su cuerpo no me deja respirar, y puedo ver el humo. Siento que esa mujer se está incendiando dentro de mí, y que eso es inminente. Que estalle ese misil.
Que estalle.
Hubo un silencio sepulcral por un momento. Mayumi levantó la cabeza hacia la alcantarilla. Las voces habían desaparecido. Mayumi dijo:
Somos estúpidas si pensamos que no vamos a sentir el impacto acá abajo. Que no nos va a llegar. No sé por qué me escondo, pero ya no quiero hacerlo. No quiero evitar la explosión. Quiero sentir el estallido y ver la luz. Nunca más veremos algo así.
Yuriko se levantó en un segundo.
Subamos.
La escalerilla oxidada crujía cada vez que subían un escalón, y este sonido resonaba en los límites indistinguibles del túnel. El brazo flaco y blanco de Mayumi se extendió para empujar la tapa de la alcantarilla. La luz le hizo rasgar más sus ojos de japonesa. Sintió el pasto fresco y regado cuando apoyó la mano para sostenerse y sacar su cuerpo entero. Su pollera escolar tenía una pequeña mancha roja. Miró hacia el cielo. La mañana estaba calma. Aún cantaban los pájaros. La gente caminaba por la calle un poco desconcertada. Miró su reloj, había pasado ya una hora. Parada en el medio del parque, sacó su celular de la mochila. Mientras el cuerpo de Yuriko se asomaba por la alcantarilla, Mayumi leía un mensaje de aquel número desconocido y corto que antes había visto.

ALERTA DE EMERGENCIA
NO EXISTE UNA AMENAZA DE MISIL BALÍSTICO.
FALSA ALARMA.
REPETIMOS, FALSA ALARMA.

Mayumi se volvió hacia Yuriko. Ella seguía con la mitad del cuerpo fuera de la alcantarilla, cortada por la llanura del parque. Estaba allí con el rostro al sol y los ojos cerrados. Parecía estar esperando. Mayumi, allí parada, se volvió hacia el sol e imitó el gesto. Una extraña luz reverberaba en el aire.


martes, 9 de enero de 2018

Lágrima de dragón

Aoife había ido sola al parque de diversiones con el que había soñado hace tiempo. El parque de diversiones que imitaba al mundo de Harry Potter. La fachada del lugar no delataba lo que uno podía llegar a encontrarse allí adentro. Dos callejones paralelos servían de entrada a una ciudad que imitaba lo que podría ser una Londres mágica. Aoife cruzó el callejón y, la primera imagen con la que se encontró fue la figura de un dragón con alas lastimadas y un hocico abierto. El animal mitológico estaba posado sobre un edificio que imitaba el Banco de Gringotts. Le pareció escuchar unos rugidos que provenían de lo alto, pero lo que nunca esperó es que el dragón escupiría una llamarada de fuego tan poderosa, que hasta sentiría el calor que emanaba sobre su cuero cabelludo. No había buscado nada en Internet acerca de este parque, y había intentado exponerse lo menos posible a las redes sociales para que todo sea una sorpresa. Esta fue la primera.
En este banco, donde descansaba la bestia petrificada, se extendía una montaña rusa subterránea que era la atracción principal del parque. Aoife observó por un momento el cartel que rezaba los minutos de espera para subir a la montaña rusa. Mientras posaba los dedos sobre las patillas de sus lentes, en un intento de enfocar lo que su mirada ya había enfocado, y en un intento de desleer lo que ya había leído, abrió con levedad la boca y expiró un aliento que se hizo vapor en esa tarde gélida. La espera era de 190 minutos, por más de que sea invierno, por más de que esté lloviendo, el parque estaba atestado de gente.
Sin embargo, desde afuera del Banco de Gringotts, pareciera que aquella declaración horaria fuese mentira, ya que apenas se veía una quincena de personas esperando pasar, pero adentro se abría un laberinto serpenteante de seres con capas, lentes de marco redondo, bufandas de escuelas impronunciables y hedores típicos de parque.
Aoife estaba parada en medio de la muchedumbre. Estaba considerando las posibilidades de que algunos abandonen sus puestos por el cansancio, por el hambre, por el hartazgo a los niños, a los empujones, a la espera después de pagar tantos dólares, cuando un niño con capa se plantó ante ella y la apuntó con lo que parecía ser una vara mágica. El niño recitó aquel memorable hechizo que solo Hermione podía esbozar con elegancia y precisión, y salió entre los demás cuerpos disfrazados que esperaban a que el dragón escupiera de nuevo su fuego. Aoife lo siguió con la mirada hasta que desapareció. Luego se dio vuelta, con la intención de volver a enfocarse en los minutos de espera y sus cálculos, pero ante la pantalla había una chica.
Esta chica tenía la mirada clavada sobre las palmas de sus manos. Miraba sus manos de un modo infantil, como si en ellas hubiera aparecido, por arte de magia, algún ser pequeño y luminoso. Aoife se acercó con cautela para observar más de cerca, casi contando sus pasos. Se detuvo cuando vio que en esas manos no había nada, pero volvió la mirada hacia su rostro que, de cierto modo, la conmovía. Las dos estaban allí paradas. Una contemplando el rostro de la otra, la otra observando las palmas de sus manos.
El niño de la vara volvió a pasar por allí, y esta vez se detuvo ante la chica de las manos abiertas. Apuntó su vara hacia ella y exclamó, de nuevo, el hechizo. La chica pestañeó y posó sus ojos sobre el niño. Este se perdió de nuevo entre la multitud. Luego, notó que alguien la observaba. Se volvió hacia Aoife. "Hola", le dijo. Aoife devolvió el saludo. Kate continuó: "Juro que en mis manos cayó una lágrima de dragón. Mi abuela una vez me dijo que ellos existían allá en su vieja Irlanda, de donde vino. Me contó muchísimas historias mágicas que sucedían en ese lugar. A veces me parecía que solo repetía películas fantásticas de canales de niños. Le encantaban esos canales, siempre los tenía puestos en su televisión. Mi abuela falleció ayer. Me mandaron un WhatsApp. Me llamo Kate". Aiofe sonrió con vergüenza, porque quién sonríe ante tal historia, pero a fin de cuentas pensó que es lo que se hace ante un extraño. Kate sonrió también. "Me llamo Aoife, es un nombre irlandés, que nadie sabe pronunciar bien". "Vení que te muestro algo", dijo Kate.
Agarró a Aoife de las manos, estas estaban húmedas. Sacó de su mochila una varita, de esas que se podían comprar en el parque. "Esta se supone que es la vara que usaban los mortífagos. Yo la compré porque me gusta el tallado que tiene en el extremo, que se asemeja a una hiedra. En muchas películas la gente muere asfixiada por hiedras, o no sé si en realidad eso pasa en mis sueños. Un hechizo, al fin y al cabo, es como una hiedra que apenas toca algo o a alguien, empieza a extenderse hasta cubrirlo por completo. Algo parecido a las hiedras eran las venas en las manos de mi abuela. Yo las tocaba y se sentían blandas y gomosas. Jugaba a apretarlas fuerte para ver si dejaba de circular la sangre. Ella me dejaba hacerlo". En uno de los rincones del parque había una fuente con la figura de una sirena en el medio, que parecía no funcionar. Kate levantó la vara y la apuntó hacia la estatuilla. Un escupitajo de agua salió disparado solo unos centímetros ante ellas. "Hay varios trucos como estos que se pueden activar con estas varitas. Me dieron un mapa para buscarlos, pero estoy intentando descubrirlos sin usarlo. A este lo descubrí porque vi que ese chorro de agua no salía con frecuencia. Me gusta ver y adivinar qué cosas ocurren en verdad o qué ocurre porque otra persona lo activa. Vamos a esa tienda a ver si funciona".
Se pararon frente a una tienda que parecía ser una librería. Había una pila de libros gigantes y algunos de ellos tenían dientes que se asomaban entre sus páginas. Kate apuntó su varita hacia ellos y estos empezaron a moverse, a gruñir y a ladrar. "Bingo. Descubrimos otro". "¿Y vos sabés cuántos hay en total?", preguntó Aoife. "Prefiero no saberlo. Me cansaría muy rápido del juego. ¿Y si apuntamos a las personas?"
Kate observó a la multitud con cuidado. "La que más sabía de hechizos era Hermione. Siempre me sorprendió que Rowling no la haya puesto de protagonista. Vende más el tímido con lentes que parece hacer todo ayudado por la suerte, o ayudado por varios protectores. A ver, este tipo". Kate levantó la vara, hizo un movimiento circular en el aire, y la direccionó hacia un pelado que estaba saliendo de una tienda de Quidditch. No pasó nada. "A la pibita la hizo súper inteligente, pero bien cagona emocionalmente. Superior a los demás en intelecto, pero sometida a un lugar secundario. Andá a saber cuánto tiempo pasó Emma Watson desenredándose la porra que le hicieron para interpretar a Hermione. Porque para colmo querían esconder su belleza. ¿Viste que la Watson está re feminista? Puede que Hermione también lo sea, pero siempre, siempre personaje secundario". Apuntó su vara hacia una mujer que salía de una heladería. Esta vez dio un latigazo certero al aire. A la mujer se le cayó uno de los helados al suelo, justo cuando intentaba pasárselo a uno de sus hijos. Kate y Aoife se miraron y sonrieron.
Aoife dijo, "Yo siempre que leía los libros, soñaba solo que era Harry. Pero el Harry oscuro, el Harry que nunca escribió Rowling. Al pibe le asesinaron los padres y lo criaron unos tíos abusivos, fue a un colegio donde le hacían bullying y lo perseguía una especie de diablo que lo quería matar a toda costa, pero el flaco era más bueno. Cualquiera. A veces imagino que Harry despierta en la casa de los tíos y se da cuenta que todo eso fue producto de su imaginación. El laberinto de Harry". "Estás loca", dijo Kate.
"A ver, dejame a mí". Aoife agarró la vara y la apuntó sobre un bebé que dormía en un cochecito. Hizo dos figuras circulares en el aire y lanzó el hechizo. La madre, que había estado mirando para el otro lado, se dio cuenta de la maniobra y exclamó: "¿Qué hacés, nena? Bastante grande y peluda estás para estos juegos". Kate y Aoife se miraron, sonrieron y siguieron caminando.
"Una vez soñé con aquél espíritu de la adolescente que se refugiaba en el baño del colegio. Soñé que tenía un baño así en mi casa, con una fuente inmensa en el medio, y que ella aparecía y me espiaba cuando iba al baño. Esta pibita fantasma era bastante histérica y llorona. Y para colmo, enamorada del protagonista. Para definirse feminista, la Rowling se quedó bastante atrás", dijo Kate. "¿Vos escuchaste alguna vez la palabra sororidad?", le preguntó Aoife. "Sí, pero estas cosas me sulfuran". Se escucharon los rugidos del dragón en medio del parque y todos levantaron la mirada. Ellas se detuvieron a esperar a que el dragón lance la llama.
"Mi abuela solía contarme cuentos. Siempre, al final de sus cuentos, había un dragón al que las heroínas y los héroes debían combatir. Cuando terminaba la batalla y la bestia exhalaba la última humareda que marcaba su final, lloraba una lágrima de reptil. Mi abuela decía que esa lágrima tenía poderes mágicos y que podía conceder deseos, por eso las heroínas y los héroes se lanzaban hacia el dragón para obtenerla. 'Pero nosotras', me decía mi abuela, 'tenemos suerte, porque una de las heroínas fue una tía lejana de la familia, y la lágrima de dragón fue pasando de generación en generación. Y hoy te toca recibirla a vos, mi querida Kate'. Y me pedía entonces que cierre los ojos, que extienda las manos y que pida mis deseos mientras ellas me daba la lágrima de dragón. Después tenía que cerrar las palmas y refregarlas bien para que se me cumplan. Fue un tiempo después que me di cuenta de lo que hacía. Mi abuela escupía un hilo finito de saliva sobre mis manos, todas las benditas veces, al final de un cuento. Un día la descubrí haciéndolo y me largué a llorar. Toda mi familia lo sabía y se me reían. Le dije que era una asquerosa y una loca".
Se sintió un fuerte rugido de nuevo y el dragón escupió su fuego. La gente exclamaba, también los que ya habían visto el espectáculo unas cuantas veces. "Le dije a mi mamá que, por favor, antes de que cerraran el cajón de la abuela, le escupiera en las manos. Me cagó a pedos y se ofendió, pero yo sé que mi abuela lo hubiera entendido". "Estás loca".
Mientras seguían moviéndose entre la muchedumbre, apareció el niño de la vara, el que había lanzado el hechizo a las dos. Apenas Kate lo vio, levantó su vara bien alto. El niño se detuvo, la miró, he hizo lo mismo. Apuntó la vara hacia Kate y repitió el mismo hartante encanto. Kate largó una carcajada, dirigió su vara hacia él con cuidado mientras se acercaba y le dijo: "Nene, ese truco de bruja trucha no me va a hacer nada. Esta vara de mortífago con la que te apunto lanzará un hechizo sobre vos, el hechizo de la lágrima del dragón, que va a trepar de a poco por esos tristes huesos que tenés, te cubrirá de cabeza a pies, como una hiedra, como un cáncer, mocoso de mierda, y te vas a morir." El niño abrió grande los ojos y se echó a llorar. Salió corriendo. Aoife y Kate se miraron y luego siguieron camino, sin abrir el mapa.


miércoles, 3 de septiembre de 2014

Lamen

Todos asinados
entre caldo, palitos
entre comida en boca, gritos
tus ojos rasgados
bien abiertos, entraron.

El plato se posó en tu mesa
con verte aprendí
a comer ramen
y así me dijiste, sin decir
"para comer ramen hay que convertirse
en niño
o en un animal muy pequeño"

Entonces un dedo, otro sobre los palitos
el índice de soporte para el palito externo
el dedo gordo, para el interno
"para comer ramen hay que abrir
los ojos bien grandes"

Las pestañas casi tocaban tus cejas
cejas tan cerca de tus ojos
envolviste los fideos y los enredaste
en los palitos
sonreías, no parabas de sonreír
no parabas
los dientes
no parabas.

Los ojos bien abiertos
no parabas
"para comer ramen hay que ser
un gigante"

Los fideos entraban
con ritmo
así: succión-pare-succión-pare-succión
los dientes delimitan el espacio
de entrada
los labios solo son un remanso
de sopa.

Los palitos acompañan durante la succión
se detienen, suben, se detienen
no parabas de sonreír
no parabas
los ojos brillantes decían
"para comer ramen hay que saber
mirar"
mirar el plato hasta encontrar
tu reflejo más bello
el que te conmueva.

Los ojos no paraban.
Las luces bajas, sobre la mesa
iluminaron el momento
más bello
dijiste
sin decir, me dijiste
los ojos, no paraban
me dijiste y corregiste,
sonriendo,
con tu acento
"LAMEN"